b #18 Jan.08
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La tesis de Austin en el ya clásico Cómo hacer cosas con palabras venía a decir que el lenguaje no es sólo un mero instrumento de comunicación, sino que, además, es capaz de crear mundo, hacer realidad. Algo similar ocurre con el cadáver en el arte actual; es cierto que el arte siempre ha estado repleto de cadáveres, pero sólo recientemente se hacen “cosas” con ellos o, lo que parece ser peor, se les muestra tal como son, eludiendo todo tipo de representación. Con ello, no se trata de que se hagan “cosas” con los cadáveres, sino de que los cadáveres se vuelven cosa. Y ése es el problema, el momento en el que el cadáver se vuelve cosa, con el sentido lacaniano que han recuperado para el arte Foster, Perniola y otros: sin mediación simbólica, sin posibilidad de imaginación. Es en este contexto donde el cadáver se sitúa junto a todos esos conceptos ya habituales y que enmarcan el retorno de lo real: abyección, trauma, repulsión...
Hasta ahí, todo iba más o menos bien, pues todavía no se habían hecho “cosas” demasiado “malas” con los cadáveres, todavía nadie se los había comido (por lo menos, con cierta pretensión artística). El único problema era el asco, y durante mucho tiempo el cadáver fue el prototipo de lo asqueroso. Pero ante esto el espectador escrupuloso siempre podía recurrir a Kant: «sólo una clase de fealdad no puede ser representada conforme a la naturaleza sin echar por tierra toda satisfacción estética, por lo tanto, toda belleza artística, y es, a saber, la que despierta asco (Crítica del juicio, § 48). La cuestión es que ahora poco tenemos que ver ya con la representación, ni siquiera con la satisfacción estética, y menos aún con la belleza artística. Y además, como nos ha enseñado Mario Perniola, «lo asqueroso está demasiado entretejido e impregnado de vitalidad para constituir, verdaderamente, una manifestación de lo real»[1]. Ya no se trata de asco, no puede tratarse de asco, sino de algo menos humano y por ello más real, más cruel: sin mediaciones ni determinaciones.
Pero, aunque en este contexto no nos sea demasiado útil el viejo Kant, hay una idea del propio Perniola que no debe pasarse por alto y que en cierto modo nos devuelve de un plumazo a la estética idealista y romántica. Dice: «La poética del trash y de la abyección restauran, indirectamente, justo aquello contra lo que se debate el pensamiento de la diferencia: ¡si el ser humano sólo es una inmundicia, quiere decir que lo único esplendente es lo trascendente!»[2]. Y, sin embargo, quizá no sólo, pero lo inmundo es inseparable del cuerpo: «El mundo de los cuerpos tiene parte de inmundo», escribe Jean-Luc Nancy[3]. Tiene parte por lo que es (expulsa, segrega, supura...) o por lo que hace, o puede hacerse con él: recuérdese la famosa fotografía que circuló por Internet hace unos años, el hoax de turno donde el artista chino Zhu Yu aparecía devorando el feto de un bebé (un bebé, eso sí, construido con la cabeza de un muñeco y el cadáver de un pato).
Ante esto se plantean dos problemas. El primero atañe de modo concreto al ámbito artístico, y viene a decir que no por utilizar cadáveres o cualquier otro tipo de sanguinolencias con pretensiones de escándalo se elevan la calidad o actualidad artísticas: quizá ocurra todo lo contrario, y es en ese marco en el que debe situarse la cita anterior de Perniola. Es decir, quizá el hecho de mantenerse en esa poética trash no haga otra cosa que, por oposición, restaurar elementos de trascendencia que ya habíamos dejado atrás hace bastante tiempo. El segundo tema transgrede, supera los límites del arte y nos coloca ante problemas éticos y morales. Aquí el planteamiento tiene que ser otro: si el arte supera sus límites entonces debería dejar de ser arte, con lo que nos hallamos en cuestiones puramente morales, pero ya no artísticas. O artísticas en el sentido de preguntarnos, de nuevo, qué es el arte, con lo que de un modo u otro recaeremos en las manidas teorías esencialistas, institucionalistas o similares. Aunque se nos pueda achacar que eludimos el problema al conjuntar ambos aspectos, es posible reunir las dos cuestiones en un único tema. Ese tema sería el de la crueldad, y aquí necesariamente debemos acudir a Clément Rosset. No al Rosset del maravilloso Lo real y su doble. Ensayo sobre la ilusión o al de Lo réel. Traité de l’idiotie, que maneja Perniola, sino al de El principio de crueldad.[4]
Cuando Rosset habla de la crueldad de lo real no se refiere únicamente al inevitable sentido trágico y doloroso, efímero, mortal, humano, de cuanto nos rodea, sino a algo mucho más general: «entiendo por crueldad de lo real el carácter único y, por lo tanto, irremediable e inapelable de esa realidad carácter que impide, a la vez, mantenerla a distancia y atenuar su rigor tomando en consideración una instancia cualquiera que fuese exterior a ella. Cruor, de donde deriva crudelis (cruel), así como crudus (crudo, no digerido, indigesto), designa la carne despellejada y sangrienta: o sea, la cosa misma desprovista de sus atavíos o aderezos habituales, en este caso, la piel, y reducida de ese modo a su única realidad, tan sangrante como indigesta. Así, la realidad es cruel e indigesta en cuanto se la despoja de todo lo que es a fin de considerarla sólo en sí misma. [...] La crueldad de lo real, en cierto modo, es doble: por una parte, consiste en ser cruel, y por otra, en ser real»[5]. Seamos optimistas y pensemos que los “juegos con cadáveres” aluden a esa crueldad de lo real de la que habla Rosset. Por supuesto, eso no significa que sólo así pueda aludirse a ella. De hecho, seguramente el sentido que Rosset confiere a la crueldad de lo real se exprese mucho mejor en obras minimal o conceptuales, pero, insisto, seamos, por lo menos en un primer momento, condescendientes. Ante esto volvemos al título de este texto: cosas con cadáveres se pueden hacer de muchas maneras... y algunas ineludiblemente fracasan.
También los hermanos Fisher hacen cosas con cadáveres, de hecho se ganan la vida con ello: cualquier episodio de Six feet under remite a la crueldad de lo real en todo su esplendor[6], sin el más mínimo carácter de espectacularización, con toda la ironía, con toda la mala leche posible. No hay que olvidar que ya Debord dejó muy claro que el espectáculo «es el núcleo del irrealismo de la sociedad real»[7], es decir, que el espectáculo es justamente la inversión de lo real, con lo que difícilmente los cadáveres espectaculares pueden tener alguna pretensión de realidad, y menos aún de su crueldad. La espectacularización mediante todo tipo de instrumentos (Internet, televisión, escándalo...) de los supuestos fetos muertos nos coloca en la tesitura de poder llevar el caso ante las dos posibilidades que aparecían más arriba: si el hecho es cierto, ello nos conduce fuera del ámbito artístico, con lo que podemos (y debemos) hablar de ello desde contextos morales, políticos o policiales, pero no desde el nivel de la teoría del arte; si el hecho es falso y, por tanto, nos permite regresar al ámbito artístico, ese mismo espectacularismo nos indica no sólo la banalización del tema (el de lo real y su crueldad), sino, lo que es más grave, también, con Debord, su completa inversión.
Si el arte es un de los mejores medios para mostrar la crueldad de lo real (siempre en el sentido de Rosset), entonces deben tenerse en cuenta algunas condiciones: en primer lugar, que ese “mostrar” casi es ya en el fondo una contradicción, pues lo real y su crueldad, por definición, carecen de mediaciones, de pieles, de intermediarios, e incluso el hecho de mostrarlos, de poder imaginarlos, los invalida como tales; por tanto, en segundo lugar, mostrar lo real se consigue precisamente al eludir incluso la propia mostración o representación, pero eso no significa que no pueda aludirse a ello, evitando todo tipo de espectacularización: la niebla mortuoria de Teresa Margolles, donde los cadáveres no se ven, sino que se respiran, es mucho más real y, por tanto, más cruel, que cualquier tipo de espectáculo con cadáveres. Quizá las mejores cosas con cadáveres se hagan sin los cadáveres. En tercer lugar, por último, no hay que olvidar que la crueldad de lo real, en el sentido de Rosset, no mantiene conexiones demasiado cercanas con problemas morales: éstos surgen, precisamente, cuando lo real deja de ser cruel, crudo, indigesto y aparece mediado, esto es, cuando se hacen cosas crueles, pero, en ese momento, lo real ha dejado de ser cruel por sí mismo. Esta crueldad intrínseca de lo real, intentar presentarla, o, por lo menos, aludir a ella, es, en mi opinión, una de las principales misiones del arte hoy. Pero esa crueldad de lo real no tiene que ver con la crueldad moral, y mucho menos con el espectáculo.
[*] Profesor Titular de Estética e Teoria da Arte na Universidade de Salamanca. Entre outras publicações, é autor de Estética de la limitación (2000) e La ironía estética . Estética romántica y arte moderno (2002), bem como editor dos livros Articulaciones. Perspectivas actuales de arte y estética (2001), Estéticas del arte contemporáneo (2002) y Arte, cuerpo , tecnología (2003). Realizou as edições críticas de El tema de nuestro tiempo (2002) e La rebelión de las masas (2003), de José Ortega y Gasset. A sua última publicação é a tradução para castelhano de Filosofía del arte o Estética , de Hegel (2006). Participa regularmente em conferências e congressos sendo a última participação em Portugal na Conferência Internacional sobre a Imagem e o Pensamento, CCB, Lisboa, 2007.
[1] Mario Perniola, El arte y su sombra, Madrid, Cátedra, 2002, p. 23.
[3] Jean-Luc Nancy, Corpus, Madrid, Arena Libros, 2003, p. 79.
[4] Clément Rosset, Lo real y su doble. Ensayo sobre la ilusión, Barcelona, Tusquets, 1993; Clément Rosset, Le real. Tratado de la idiotez, Valencia, Pre-Textos, 2004; y Clément Rosset, El principio de crueldad, Valencia, Pre-Textos, 1994.
[5] Clément Rosset, El principio de crueldad, ed. cit., p. 22.
[6] Six feet under (“A dos metros bajo tierra”, en la traducción española) se emite actualmente en La 2 de TVE. La web de esta serie, ya de culto, es muy recomendable: http://www.hbo.com/sixfeetunder [Fecha de consulta: 15/3/2007]
[7] Guy Debord, La sociedad del espectáculo, § 6, Valencia, Pre-Textos, 1999, p. 39.
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